sábado, 8 de abril de 2017

El sueño de una muñeca hinchable

Piazza della Republica. Firenze
La gente quiere una vida ficticia y los personajes ficticios una vida real.
Woody Allen
La rosa púrpura del Cairo, 1985

Era una mujer normal. Muy normal. Sin embargo el carnicero la miró como si anduviera desnuda por la calle. En su mirada brillaban a partes iguales un deseo impostado y la acusación. “Te acuso de gustarme. Te acuso de ser atractiva. Te acuso de que yo entiendo que estás a mi disposición. Te acuso de no encubrir tu atractivo y de provocar que yo te mire

El carnicero había salido a fumar fuera del mercado y, apostado en la esquina, vio pasar a la mujer normal. Cogía el cigarro con los dedos pulgar e índice, como aquellos hombres entecos que imitaban a un gánster. La mujer normal entró en una floristería cercana y el humo del cigarro del matarife la persiguió hasta una barricada de cáctus. ¡Qué contenta estaba porque un hombre de verdad la había mirado!  

Kim Novak
Vértigo (1959) Alfred Hitchcock

La mujer normal era de plástico y llegó a la casa de un hombre metida en una caja en cuya etiqueta se leía en varios idiomas: “Adelaida. Frágil. No exponer al calor”. Ella –Adelaida- dormía plegada en su caja sobre una placenta de trocitos de corcho. Cuando el hombre empezó a inflarla Adelaida no se dio cuenta de que estaba desnuda. Su relación con el dueño era esporádica. Ella vivía detrás del armario del dormitorio del hombre quien respondía por el nombre de Manuel Jesús. Cada cierto tiempo, Manuel Jesús le ponía a Adelaida un gorro de papá Noel y encajaba su trozo de carne entre las piernas de ella. Lo único que realmente preocupaba a Adelaida era que el hombre la dejara de pie detrás del armario para que todo aquello cayera al suelo. Sabía que su plástico podía pudrirse: “manténgase limpia y seca”, decían las instrucciones, y ella era muy consciente de que la humedad podía dañarla.

Un día Manuel Jesús la puso en un sofá del salón y después de realizar sus inefables ejercicios quedó dormido viendo una película que le aburría mucho: Annie Hall. Adelaida, quien siempre tenía los ojos abiertos, vio esa película en la que aparecía una mujer vestida. ¡Una mujer vestida! En ese momento sintió en su plástico la esencia del erotismo. A partir de la imagen de Dyane Keaton con su sombrero no pudo dejar de soñar con ropa. Esa noche entendió lo que sentía Manuel Jesús y empezó a soñar con hombres hinchables tales como Woody Allen. Sin embargo intuía que debían existir otros hombres distintos a Woody Allen y a Manuel Jesús. Hombres hinchables que la miraran a los ojos con deseo de hombre normal. Dispuesta a conocer a esta nueva especie humana, empezó a robar ropa del armario del hombre de la casa. Y un día, vestida con un pantalón, una camisa y unas gafas de sol, salió a la calle. 

Diane Keaton en Annie Hall
Woody Allen, 1977
.Allí estaba el carnicero que fumaba en la esquina. Su plástico se hinchó un poco más cuando inhaló el humo del cigarro de ese hombre con el delantal manchado de sangre. Y, atraída por la incomparable sensación de peligro, sin pensarlo, se dirigió a una floristería para pasearse entre los cáctus. Su ropa la protegería de los cáctus y, si se pinchaba, no quedaría desinflada como una bolsa del mercado en medio de un paso de cebra.

Salió a la calle en más ocasiones para revivir la fabulosa experiencia de un hombre mirándola cuando ella estaba vestida. Y, en efecto, volvió a experimentar la mirada de un repartidor de cerveza que miró sus caderas, por lo que Adelaida se sintió muy contenta y, dada su inocencia de caucho, pensó que el pantalón le quedaba tan elegante como a Annie Hall. Un perfumista la miró en sentido ascendente y descendente sucesivamente y ella pensó que al hombre le gustaban sus bonitos zapatos. El dueño de unos ultramarinos empezó a silbar y a cantar cuando la vio, quedando ella absolutamente fascinada por tan bello sonido. Sin embargo, Adelaida había observado un extraño fenómeno que le hacía preguntarse por qué inmediatamente después de mirarla los hombres se miraban entre ellos con más deseo aún del que la miraban a ella: “los hombres de plástico deben ser homosexuales. Se atraen mucho los unos a los otros” pensó Adelaida, la mujer normal hinchable.

La mujer de plástico volvía a casa, se desnudaba y se guardaba a sí misma cuidadosamente detrás del armario de Manuel Jesús ocultando esa gran conquista que era su ropa. Aún no sabía que le quedaba todo un estadio evolutivo para la otra gran conquista: su palabra.

Rubén Blades
Chica plástica